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Luna de agosto

Ya hacía rato que leía. Desde que la tarde,
con rumor de lluvia, reposaba junto a las ventanas.
Del viento de fuera ya no oía nada:
tanto pesaba el libro.
Miraba sus hojas como los rasgos de una cara,
oscurecidos por cavilaciones,
y en torno a mi lectura se remansaba el tiempo.
De repente un resplandor baña las páginas,
y en ellas, en vez del embrollo temeroso de palabras,
se lee ahora sólo: atardecer, atardecer...
Aún no miro fuera, pero se desgarran
las largas líneas, y las palabras, desprendidas
de sus hilos, se van rodando adonde quieren...
Y entonces lo sé: por encima del ubérrimo
y espléndido jardín, el cielo se ha ensanchado;
el sol había de volver una vez más.
Y ahora, adonde miro, todo se torna noche de verano:
lo que estaba disperso se junta en pequeños grupos,
anda oscura la gente por largos caminos,
y lo poco que aún se oye
extrañamente lejos, como si significara algo más.

Y si ahora levanto los ojos del libro,
nada me turbará, y todo será grande.
Lo que vivo aquí dentro, está allí fuera,
y aquí y allá todo es ilimitado;
sólo que me entretejo más con ello
cuando mi mirada se acomoda a los objetos
y a la seria sencillez de las masas;
la tierra crece entonces más allá de sí.
Parece abarcar el cielo entero:
la primera estrella es como la última casa.

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